El meteoro
El pase es una ganancia de saber más el entusiasmo que produce.
Comporta un instante de ver que llega como el claror que ilumina lo obscuro. Así es como Freud en una carta a Fliess lo escribe: “Tras la desaparición del meteoro queda un aura de luz que domina largamente el turbio cielo” (Carta del 3.1.1899) Lacan utilizó la metáfora del relámpago en la perspectiva del comentario de Heidegger y Fink del fragmento de Heráclito, donde dice que “el relámpago gobierna al mundo”.
Para un pasante que él escuchó como pasador, empezar hablando del relámpago resultaba evidente. Pero fue así como ocurrió algo inopinado: el golpe del relámpago alcanzaría también al pasador. Es por todo ello que hoy trataré de hablar con ustedes de otro tipo de meteoro, del trueno, fenómeno acústico que acompaña al relámpago. Hay, sin embargo, entre la luz del relámpago y el sonido del trueno un tiempo de silencio y, debido a que la propagación del sonido es más lenta que la de la luz, sentimos el trueno después de ver el relámpago.
Precisamente él se hizo –no fue la primera vez- voz en el Otro, y luego se encontró con aquello que le resultaba tan familiar y extraño a la vez. La voz responde a lo que dice pero no puede responder de eso que se dice. Recordaba muy bien que a los seis años de edad, tras responder a la pregunta del maestro de escuela, recibió el comentario: “Hombre, ¡voz de trueno!”. Muchos años después de ese acontecimiento, al ir a testimoniar de aquel pasante ante los miembros del cartel, acompañaría aquel relámpago del pasante con su voz. Después de eso se encontró de nuevo con su analista. Fue la última sesión.
Antes de despedirse quiso regalarle a su analista un libro de un conocido historiador del arte. Era un tratado de escultura. Fue así como interpretaba esa enigmática x que fue la enunciación del analista. Añadiría, además, una dedicatoria en la que ponía que su analista había operado con sus intervenciones per via di levare, al estilo del escultor. En verdad, lo último desprendido antes de aislar la perla neurótica, habían sido los últimos restos fósiles, restos de cosas oídas que se habían incrustado en una polifonía que conformaban su vacío de sujeto.
El silencio
Pero volvamos un año atrás. Empecemos por el silencio. Digamos que el silencio fue la forma inédita que había tomado, al final del análisis, el impasse máximo del sujeto. Si “hacerse la voz de un hombre” había orientado su existencia, ¿poner un pie en el silencio significaba que su padre –recién fallecido- desaparecía para siempre? Ésta fue la hipótesis del escritor Paul Auster en La Invención de la soledad. Él no estaba de acuerdo con ella, aunque parecía estar dispuesto a apagarse en relación con las posibilidades de ver. Tampoco era la hipótesis de su analista, quien encendió la luz. Esa luz iba a alumbrar la obscuridad de aquel silencio. Entendió, mejor que nunca, que el deseo del analista quiere decir algo preciso y concreto, algo que se puede nombrar, más allá del principio mismo del significante, es decir, más allá del padre.
Llevaba ya tres sesiones en silencio y le parecieron eternas. En la última, de esa serie se dirigió por fin al analista: -¿Por qué sigue usted insistiendo en hacerme hablar?” Le pareció que su analista estaba mucho más cerca de él de lo que nunca había estado. Lisa y llanamente, el analista respondió: -“Porque quiero sacarle de ese silencio.”
Fue una interpretación. A lo largo de la cura, él había entendido como el silencio del analista hacía presente la separación existente entre “lo que se dice” y “lo que se debería decir” para alcanzar lo real. Aquella luz aportada por el analista le ayudó pues a alcanzar la falta real. Tardó aún un tiempo en entender que lo que lo había sumido en aquel silencio no fue tanto el efecto depresivo como el efecto de extrañamiento al encontrarse, en un mensaje, frente a otra falta, la simbólica, esta vez advertida gracias al rasguño que un significante produjo en el ideal del gran hombre, se trataba de un S1, “el joven”. Habían, pues, dos faltas. Pero ¿qué hacía recubrir la falta simbólica por la falta real si entre lo simbólico y lo real no hay relación? Fue esto lo que justamente le había aportado el encuentro con aquel pasante que se encontró bajo el golpe del relámpago. Encuentro que ocurrió cuando él, como pasador, tenía aún –como Jano- dos rostros: uno estaba vuelto hacia la obscuridad, otro hacia la luz. Y, como digo, fue en ese encuentro donde se produjo otro agujero, el definitivo, al añadir al agujero de lo simbólico y de lo real, el agujero de lo imaginario.
¿Cómo es posible que allí donde lo simbólico desfallecía siempre en ese punto de encuentro fallido que es lo real, el objeto del fantasma pudiera mostrarse como siendo el soporte que el sujeto se daba? En otras palabras, ¿cómo pudo encontrar, a partir de la vacilación misma de su certeza de sujeto, la parte donde, en el Otro, lo simbólico, le faltaba? Fue gracias a la intervención de lo imaginario en juego. Lacan lo destacó señalando que es justamente en lo imaginario donde la verdad puede presentarse y revelarse (Seminario De un Otro al otro, 1969). En efecto, Lacan señalaba la importancia del viraje de lo simbólico a lo imaginario para que aparezca el objeto del fantasma. Esto fue lo que le aportó el encuentro con aquel pasante. Lo imaginario era el único lugar donde la verdad podía ser enunciada. El modo en que uno es contado en lo simbólico se manifestó, en sus efectos, en lo imaginario. Es lo que se reveló como la “mentira del fantasma”.
La función de la voz
La voz no se asimila, se incorpora y esto es lo que le da una función: modelar el vacío del sujeto, modelar el lugar de su angustia. Curiosamente, Lacan llamó muchas veces la atención sobre una especie de camarón, animal que, en un momento de su metamorfosis, tiene la costumbre de introducir en su interior, en los utrículos, unos menudos granos de arena; luego el utrículo se cierra y así dispone en su interior de los elementos que parecen ser indispensables para mantener el equilibrio. Lo interesante de la observación es que esos pequeños “cascabeles” que le permiten orientarse, el camarón los trajo del exterior. Igualmente, lo oído, sin que por ello sea necesariamente comprendido, puede convertirse, sin que el sujeto lo advierta, en esa palabra usual por excelencia en torno a la cual construirá su “equilibrio”. Si la voz pudo llegar a tener tanta importancia no era tanto por su forma sonora, sino en la medida en que su simple emisión -lo que Jakobson llamó “función fática”- resonaba en el vacío del Otro como tal. Esa función fática es la que el sujeto aplicaba para llamar la atención, situándose siempre en un esfuerzo continuo por establecer y mantener el contacto con el interlocutor. Esa voz era tal en cuanto imperativa, la que reclamaba obediencia o convicción. En verdad, él temía no hacerse oír, que la voz cesara. En términos de transferencia, lo que había hecho fue “hacerse oír”, ésta fue la motivación que lo sostenía, pero en tanto mantenía en el desconocimiento su dimensión de silencio.