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Número 1Sonría lo estamos filmando

La TV es omnivoyeurs y sus hijos teleadictos

Por 24/11/2010 marzo 25th, 2020 No Comments

“…somos seres mirados por el espectáculo del mundo… ¿No hay satisfacción en el estar bajo esa mirada…, esa mirada que nos cerca, y que nos convierte en primer lugar en seres mirados, pero sin que nos lo muestren? El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como omnivoyeur. Tal la fantasía que encontramos el efecto en la perspectiva platónica, la de un ser absoluto al que se le transfiere la calidad de omnividente”.
Jacques Lacan, 19/2/64

El espectáculo del mundo ha virado su ángulo de visión; hoy se ha encarnado en un gadget privilegiado: la televisión global mira en cada hogar la forma de vida que promueve con su modo uniforme de goce, como asimismo los efectos identificatorios que produce. Por ello, tal vez valga la pena– literalmente- detenerse en esta función de la televisión, ya que muestra en la “época del Otro que no existe” 1Miller, J.-A.; Laurent, E.: El Otro que no existe y sus comités de ética. Paidós. Bs.As. 2006. lo que Jacques Lacan afirmó respecto del mundo: su condición omnivoyeur, es decir, al igual que el pretendido Dios-Uno, su presencia de todo-mirada, eso que todo – y todos- mira.

El protagonista del film The Truman Show demostró la incómoda satisfacción que produce el estar bajo la mirada del Otro: él no sabía que era mirado, él creía que vivía en el mundo real; encontrándose en este mismo punto con el protagonista de otro film, Matrix, cuando despierta “al desierto de lo real”, luego de su elección de querer saber de verdad qué es lo que encubrían los semblantes del mundo.

La televisión es omnivoyeur, penetra en vuestros hogares forzando la puerta de la realidad para disfrazar cada vez más lo real: ella induce en ustedes y –sobre todo- en vuestros hijos, identificaciones, rasgos, formas de vida a los que adherirse: con solo mirarlos les impone la uniformidad de un modo de gozar. Tal vez no se ha puesto el debido énfasis en que los hijos de la televisión –y esto va más allá de los países, inclusive hasta más allá de las variantes culturales- no toman tanto de los padres, como otrora, los rasgos de identificación, sino que muchas veces los adquieren de personajes de la televisión, a partir –por ejemplo- de modos de hablar que, habitualmente, nada tienen que ver con las desinencias de las lenguas maternas de cada ciudad: responden al monolingüismo de la globalización. Uno los escucha: los niños hablan (es decir, gozan del lenguaje) según las desinencias fónicas de eso que los mira todo el día – y que ellos no quieren dejar bajo ningún concepto- que es la televisión. Ella los hace telegozar desde dibujos animados, telenovelas, series y películas ready-made en las que los guionistas se enfrentan para ver quién se destaca en ofrecer más lugares comunes, siempre de un modo convencional –es decir, adaptativo-, pero en los que nunca falta una pizca (a menudo, varias) de violencia ni de realismo sexual. Sobredosis de sexo y de violencia son introducidos por su mirada, para llegar también al segmento adolescente, intentando seducir hasta a los “rebeldes”, hijos del piercing, aquellos que marcan sus cuerpos erigiendo nuevas zonas erógenas a partir del dolor (o resaltando zonas tradicionales), exhibiendo lo que han perforado allí, en el cuerpo, donde la impotente función del semblante paterno dejó su lugar vacío.

Y de los adultos, ni hablar: todo para ver 2Pero el hombre posmoderno no es solo “teleadicto”, también es “taracinéfilo”: un exitoso cineasta –oriundo del shopping de la globalización del consumo- afirmó que no hay nada que esperar del actual cine norteamericano, ya que el espectador construido por el mercado cinéfilo tiene… 12 años de edad mental; Woody Allen proponía, por ende, buscar gurúes, nuevos signos de creación cinematográfica en Europa, en Latinoamérica o en Irán, pero ya no en los EE.UU.. La máquina de telegozar se ha metido en los hogares, especialmente, con la invención de los reality-shows, ellos dan la medida más exacta de la función de omnivoyeur de la “tele”. En ellos se muestran seres perfectamente anónimos, tanto como cualquier espectador, que solo sueña con estar ahí, del otro lado de la pantalla, siendo mirado por todos –mientras en verdad desconoce que con solo ver eso ya está siendo mirado del mismo modo que ellos; individuos cualesquiera mirados en su intimidad, mientras hacen de todo lo que saben hacer: es decir, una normalidad pletórica de nada.

Mientras el teleadicto solo mira y mira, esperando (una vez más) que el sexo explicite su goce y que la violencia estalle entre los anodinos concursantes, nada acontece, y cuando algo sucede es solo el sebo colocado para levantar a la audiencia y ganar algunos puntos del rating.

Este invento tan rentable y de bajísimo costo, usa (es decir, se abusa) de la identificación del teleadicto con el (y/o la) protagonista, pero –especialmente- del goce que produce el mirar; con un agregado: el peeping se encuentra en los reality shows autorizado para consumo masivo de jefes y jefas de hogar, sin necesidad de tener que salir de sus casas para satisfacerse: el porno show está en el dormitorio –o en el living- y ellos siguen siendo perfectamente normales, no son de esos “degenerados-que-pagan-para-ver” (como decía una mujer cualquiera defendiendo su goce televisivo).

Pero mientras el individuo queda capturado por la escena ofrecida, desconoce que también es mirado por la misma máquina de gozar, al igual que lo son los protagonistas en el show de su realidad cotidiana.

También están los talk shows, parientes cercanos de los reality shows, instrumentos de telegozar mediante el escándalo, a decir verdad, débil variante de los reality shows ya que –al menos, aparentemente- es el animador en este caso quien los mira.

Para muestra basta un botón, suele decirse, ya que hace poco tiempo tuve la suerte (la tyché, por la contingencia, por lo inesperado del encuentro) de ver uno de estos programas, un talk show con excelente rating –es decir, con muchos objetos de consumo escópico asegurado-. Había escuchado varios comentarios de ese programa sobre el protagonismo circense de sus personajes, la disparatada participación de la audiencia, la exuberancia de la animadora y –fundamentalmente- acerca de los excesos de los participantes y el histrionismo de todos. Pero debo confesar que ninguno de esos comentarios pudieron aproximarse a lo realmente acontecido aquella tarde. Al encender el televisor, ella ya estaba ahí frente a mí, mirándome mirarla, como reprochándome mis quince minutos de tardanza en telemirarla, mostrándome lo que tenía que ver. A partir de ese primer segundo quedé capturado por la máquina de gozar, como quien diría me dejé llevar hasta ser tomado como un objeto más, es decir, como un perfecto individuo, un teleadicto normal.

La escena era imponente: la animadora, con su opulencia corporal decadente, estaba entre una mujer y un hombre que peleaban, intentando juntar-separarlos. Ellos tenían un hijo del cual el hombre demandaba la tenencia, pero la mujer se la negaba, ni siquiera permitía que lo viera.

Hasta este punto, podríamos decir, se trataba de una situación normal. Pero de repente, todo cambió, pues apareció en la escena una tercera persona quien se abalanzó inmediatamente sobre el hombre y lo comenzó a golpear mientras éste (¿aparentaba?) no salía de su asombro. ¿Quién era esa mujer, ese nuevo personaje?: era –ni más ni menos- la amante de ella, de la mujer, y mientras golpeaba a ese hombre, ella daba sus razones: “Vos sos un infeliz, ni siquiera tenés donde caerte muerto, ni tenés trabajo; la que mantiene al hijo soy yo, vos no lo podés hacer porque sos un vago y un inútil”. El hombre en cuestión (nunca mejor empleado el término) se defendió, un poco, como pudo, mientras la animadora (Ibíd. paréntesis anterior) hacía como que quería separarlos –ya que, como se sabe, el rating sube cuando los cuerpos no se separan, lo que los conductores de los Talk Shows conocen perfectamente, ellos saben lo que están haciendo cuando permiten que eso pase, es decir que son corresponsales de que la obscenidad de la escena, de la imagen, capture, mire a los televidentes.

Por eso, en este caso, todo anduvo de parabienes, encaminándose hacia el paroxismo del goce escópico, cuando la dritte Persson, la amante de la mujer, poseída por su ser-pleno-en-maldad le gritó al hombre-en-cuestión “sos un tarado, que no te diste cuenta (de) que ella se hizo embarazar por vos, aunque te tenía asco”. En ese momento el hombre-en-cuestión, con la boca abierta (porque ya el maxilar se le había ablandado como efecto del espectáculo que presenciaba) se dio vuelta, miró a su (ex) mujer, mientras ella le decía, simplemente, sin alterarse: “Es cierto, siempre me diste asco”.

La tragicomedia se había desencadenado, dejando en el centro de la escena un breve silencio que hizo –por primera vez- su presentación; silencio al que nuestra animadora interrumpió prontamente, para mostrar a la televidencia el saldo de saber depositado: que todo había sido un artilugio armado entre esas dos mujeres porque querían tener un hijo, y ya que no lo podían tener entre ellas por razones biológicas, decidieron que una de ellas se prestase para que se lo hiciera el “tarado” (nombre de goce, que como ya ustedes dedujeron, propinaron al hombre-en-cuestión).

A partir de ese momento, cuando supuse que no habría ya más nada que mostrar, comenzó un alegato del personaje masculino, quién, pretendiendo contrariar el nombre-insulto que le había sido propinado, confirmó su condición de goce de múltiples maneras. El tarado no solo musitaba que no se reconocía tal, sino que pretextó haber sido engañado en su mejor fe –mientras continuaba siendo vapuleado, ahora, por las dos mujeres frente a la mirada cómplice de la animadora-.

A continuación, para rubricar definitivamente la pertinencia del nombre elegido, entró en escena un nuevo personaje: la madre del muchacho… para defenderlo, ya que el tarado, compungido, solo lloraba. La pelea verbal entre las tres mujeres no tuvo desperdicio, ni ahorró a la mirada del espectador ningún exceso, ningún detalle. Verdaderamente fue una escena pantagruélica, era un festín en el que se trataba de quién se comía a quién: el estrago generalizado se escenificaba, simplemente. Para colmo de males, luego entró en escena otro personaje, otro “hombre”: ahora el padre de ella, de la mujer, quien se oponía (aunque tímidamente, es preciso notarlo) a lo que su propia hija habría hecho, cuestionándola; mientras la dama en cuestión le rebatía de un modo tan absurdo como reñido con la más elemental lógica argumentativa, al que agitaba su brazo izquierdo repetidamente, hacia atrás y hacia adelante, dirigiéndose de ese modo a su padre, mientras lo azuzaba reprochándole: “¡Vos callate, que tampoco tenés autoridad moral para hablar, si vos también sos un borracho y un vago!”.

Si –como trataremos a continuación- la caída del padre es un signo de los tiempos, este programa empleó un acelerador de partículas para desintegrar la función paterna hasta pulverizarla.

En otro sector del escenario permanecía sola la amante, pero les aseguro que su momento de soledad no parecía importunarla, ya que se bastaba perfectamente: continuaba saltando y gritando, mientras hacía gestos de golpear al tarado a la distancia.

Allí estaban una mujer y su ex pareja, su amante, su padre, el padre de ella y la madre de él, con la animadora como ¿justo? medio.

A esta altura del espectáculo pensé, “esto no puede ser verdad”, e inmediatamente después me interrogué: “¿Acaso importa preguntarse por la veracidad del hecho –en la realidad cotidiana, sobre esas personas-? ¿O lo que solo importa es lo que se está mostrando en ese momento, en ese programa, a toda esa multitud que lo ve?, en ese momento capté que –a decir verdad– la substancia con la que se produce esta pregunta es con el gusto morboso de cada cual, ya que –como siempre- uno quiere saber acerca del goce del Otro… para desconocer el propio y sus consecuencias.

Entonces recordé lo que ya sabía, que lo verdadero y lo falso son semblantes que no cuentan en ese ámbito, y que lo único que tiene relevancia para esta máquina es producir un plus de gozar que se sintonice con el fantasma de cada individuo que mira para –entonces, en ese mismo momento- atraparlo como objeto de goce.

También se suele decir que solo lo que ocurre en la televisión existe, o su equivalente, que es verdadero. Baudrillard tomó ese aserto al pie de la letra para problematizar los hechos de la realidad, cuando escribió que la Guerra del Golfo podría no haber existido, que tan solo la habríamos visto por televisión. Pero, a diferencia de Baudrillard, puedo afirmar que el espectáculo que les he narrado –la pantomima del lazo entre hombres y mujeres a la que he asistido y que fue transmitida de ese modo, por esa conductora, en ese programa, en ese momento y por ese canal- (puedo asegurar que) sí existió.

Si la verdad, calificando a los hechos de la realidad, no alcanza para justipreciar lo que allí aconteció, no es por la sanción de falso que recaería sobre las proposiciones formuladas (ya que no importa si los protagonistas simulaban o sufrían de verdad tales humillaciones), es porque ese acontecimiento ofrecido por la mirada es goce: lo que de verdad aconteció es eso dado a ver, ofrecido como sebo del consumo para consumir al teleadicto. Y esto vale, además, para la Guerra del Golfo, más allá de los cuerpos reales caídos, cuyas imágenes fueron sustraídas en aquella ocasión.

Ahora, cambiemos de escenario. Una niña, de aproximadamente tres años, participó de un programa infantil en el cual los niños tienen un papel protagónico desenvolviéndose en temas de adultos, comportándose como si fueran adultos, y de allí es que proviene su nombre: “Agrandadytos” (nombre que incluye el del conductor del programa, Dady Brieva).

Para esa niña, sería aquel el momento soñado: el encuentro con sus ídolos televisivos (una pareja Jove, protagonistas de una telenovela con  buen rating); pero ocurrió algo inesperado. Al aparecer ellos, la niña –sentada en un confortable sillón en el centro del set televisivo- los desconoció, señalándoles con una mano que se fueran, sin siquiera mirarlos.

Imagínense el desaire producido a esos ídolos de barro, su estrepitosa caída desde la pantalla por el simple berrinche de una niña. La conclusión –tan obvia como sorprendente para el conductor, los presentes en el estudio y la audiencia televisiva- fue que para esa niña no se trataba de eso: a pesar de lo que había pedido, ella no los quería allí.

¿Qué había pasado? No lo sabemos, solo podemos deducirlo: la presencia del Ideal, en la realidad del estudio, habría desajustado la imagen fijada que hacía gozar a dicha niña frente a la pantalla de la TV. Se desprende que la satisfacción obtenida en la primera escena no era trasladable a la otra: la realidad ofrecida en el espacio del set televisivo se hallaba desajustada respecto de lo real del goce de la mirada obtenido en el espacio hogareño.
Pero volviendo al estudio, la situación se puso aún más tensa: confrontada por el conductor con su inesperada respuesta y ante su insistencia para que los reconociera como eso que quería y que –además- había pedido especialmente, ella les dijo lo siguiente: “Voy a apagar el televisor, voy a desenchufar el cable, y ¡¡¡ustedes no me van a ver más…!!!”.

Se evidencia con claridad algo que parecía oscuro al formularlo teóricamente: es la televisión la que mira al “espectador”. Esta simpática niña sabía de lo que hablaba: la cuestión es cuál sería el enchufe –y dónde estaría-, aquel que permitiera al individuo sustraerse de la mirada del Otro; ya que como es sabido con los niños, especialmente, con intentar sustraerlos del televisor no alcanza.
Este caso, más light que los anteriores (dicho así para estas más a tono con cierto sector del mercado) constituye un paradigma de nuestra hipótesis de base, con la que intento caracterizar un modo de gozar contemporáneo: los hijos teleadictos son consumidos por la máquina omnivoyeur, son devorados por su mirada. ¿Individuos hipermodernos de la toxicomanía generalizada? ¿Nuevos adictos? En este punto podemos interrogar: ¿qué hace cada uno con lo que consume?, ¿se presta o no a ser consumido por los gadgets –entre ellos, por ejemplo- por la máquina omnivoyeur de gozar, esa que produce teleadictos entre hombres y mujeres? ¿Se deja mucho, poco, poquito, nada…?
Por ello, y para no dejar el análisis en una fácil posición de escepticismo, es preciso localizar –al menos una- salida que permita reintroducir la subjetividad en el individuo de las multitudes, un instrumento cuestionador del consumo. Esta perspectiva, que va en la dirección contraria al modo de gozar contemporáneo, se llama psicoanálisis. En su nombre nos ocupamos de cuestiones –en muchos casos prosaicas, en otros, construidos a partir de detalles cotidianos- que circulan entre hombres y mujeres, para intentar extraer de ellas la substancia de un goce particular, y que responde siempre a la causa del malentendido entre los sexos: la inexistencia de relación sexual, es decir, la hipótesis que sostiene que no hay una proporción democrática y racional, distributiva según la común medida de cualquier Otro –ni siquiera del mercado- que permitiera regular el goce entre los dos sexos.
Es evidente que también la clínica psicoanalítica registra estos desplazamientos, los que se presentan en muchas oportunidades de un modo dramático: los efectos en la subjetividad que afectan a los ciudadanos conmueven al psicoanalista y le plantean nuevos problemas. Los casos que llegan al consultorio no tienen ya la “pureza clínica” de un siglo atrás. Las obsesiones ya no son el compendio de rituales sistematizados descritos por Sigmund Freud en el inicio de su investigación, ni las histerias esos casos “puros” que culminaban en ataques y conversiones, pero finalmente dóciles a la interpretación. Hoy, las drogas y los trastornos alimentarios se mezclan con las estructuras clínicas y dificultan no solo el diagnóstico diferencial sino que cuestionan la eficacia de la práctica analítica.

Este es el marco actual en el que hombres y mujeres tienen que vérselas para encontrar un lugar en el mundo. La así llamada “posmodernidad” oficia de marco para que hombres y mujeres confluyan en el mercado de consumo, siempre dispuestos a dar batalla en asuntos de amor, deseo y goce.
Mientras la televisión es omnivoyeur y sus hijos telegozan, ¿ha llegado el tiempo de los nuevos adictos?

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    Miller, J.-A.; Laurent, E.: El Otro que no existe y sus comités de ética. Paidós. Bs.As. 2006.
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    Pero el hombre posmoderno no es solo “teleadicto”, también es “taracinéfilo”: un exitoso cineasta –oriundo del shopping de la globalización del consumo- afirmó que no hay nada que esperar del actual cine norteamericano, ya que el espectador construido por el mercado cinéfilo tiene… 12 años de edad mental; Woody Allen proponía, por ende, buscar gurúes, nuevos signos de creación cinematográfica en Europa, en Latinoamérica o en Irán, pero ya no en los EE.UU.