Escribir uno mismo su historia es un simple acto, un reencuentro con metáforas, con la memoria que a veces no regresa.
Puedo recordar cuando a los doce años paulatinamente fui dejando de oír, y los zumbidos llenaron mis días.
Para hacer insólito lo corriente, lo que está más allá de lo corriente, se dan cita voces que reflejan la necesidad de activar el pensamiento sobre la existencia humana. Creo, sí, que el silencio en que vivía intervino para encontrar una imagen mía, así nacieron las recovas, las puertas interminables, cada sombra tenía un significado, como si tuvieran vida y ocultaran ese sonido que no me llegaba.
Yo vivía en un inquietante mundo alegórico donde lo absurdo o perturbador de las situaciones me llevaban camino a la inconciencia vinculada al complejo mundo del Arte: (Goya, Beethoven)… Es como querer atrapar “el otro lado”, el más allá del final del tiempo y, sobre todo, las palabras que se fueron. Ha sido el Arte lo que pudo abrirme la puerta para entrar y conocer. El trabajo, lo cotidiano, todo lo vivido, tuvieron y tienen un fin: pintar, hacer conocer lo pintado.
La obra de arte tiene su música, es decir, actúa sobre los sentidos independientemente libre del contexto de su tiempo, es parte de la voluntad del artista, es su decisión irrevocable… Escribir uno mismo su historia es un simple acto. Somos parte de un destino. En una vieja edición del Ulises de James Joyce leí: “el artista no se contenta con experimentar sus medios y su arte, sigue su carrera sin detenerse ante nuevos obstáculos. Si se detiene, si se imita, si descansa sobre sus obras, no se destruye solamente a sí mismo sino también a sus obras cuya vida debilita poco a poco. Hay un arma oculta en toda actividad artística, la cual de la misma manera que da la vida da la muerte”. Con lo cual queda dicho que el Arte por sí mismo no crea el drama: hace falta una realidad, moral si se quiere, para que una obra sea suficientemente fuerte para transfigurarse a sí misma… Y así llegué a las puertas de la música. A lo que VEO de la música, a lo que inconscientemente percibo de ella, lo escondido tras el alma de un instrumento, esa como vida oculta que tiene…
Y hoy, con tantos años a cuestas me digo, al igual que Olga Orozco:
“Jugué mi corazón a la tormenta
Lo jugué hasta el final de la intemperie
a continuo puñal, a pura pérdida”
Y así es como fui escribiendo mi “historia” en mi taller de Alberdi, tratando de alcanzar lo inalcanzable. Y… ¿de qué sirven las palabras? ¿Qué cosa más natural que pedirle al pintor que reconstruya en su lenguaje lo que no sabe decir de otra manera? ES UN INTENTO DE GANARLE AL OLVIDO