Confesiones de una devoradora de carne es el título de uno de los libros de Marcela Iacub, una compatriota que se ha convertido en una reconocida e irreverente intelectual francesa por sus habituales columnas en el diario Libération y por los libros que ha publicado. Aunque escribe desde hace muchos años y publica casi un libro por año, recién se hace famosa, digámoslo así, con su escandalosa auto-ficción Bella y Bestia (2013) en donde relata la historia de amor que vivió durante siete meses con el ex director gerente del Fondo Monetario Internacional y ex candidato socialista a la presidencia de Francia, Dominique Strauss-Kahn. Más allá de la pura coincidencia que pueda tener cualquier parecido en la vida real, parece ser que él resulta ser un cerdo, su cerdo, y es justamente esta condición de cerdo que ella le encuentra lo que le posibilita vivir “la experiencia más poética, más densa, más cruel, más bella y más fuerte de su vida” (Iacub; 2013: 8). En definitiva, de lo que se trata, es de un testimonio que se vale de la escritura para dar cuenta de una experiencia que está excluida de la “naturaleza de las cosas” (Lacan; 1981: 89). Para Lacan la naturaleza de las cosas es la naturaleza de las palabras. Lo que está más allá de las palabras, eso que no tiene palabras, que no se dice porque es mudo, está excluido de la naturaleza de las cosas. Y esta es, a mi modo de ver, una de las razones que hacen de Marcela Iacub una escritora, y más específicamente, una escritora que puede interesarle al psicoanálisis. Su escritura es un esfuerzo sobrenatural por hacer pasar por la naturaleza de las cosas lo que no pertenece a la naturaleza de las cosas. Por hacer pasar por las palabras lo que no tiene palabras, por hacer pasar por la escritura, lo que no se escribe. Después de todo si Lacan pone el acento en los místicos, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Hadewijch d’Anvers, el abate Rousselot, entre otros, es porque en ellos, al igual que en él, de lo que se trata es de hacer con esa imposibilidad.
Aunque es evidente que Confesiones de una devoradora de carne, no tuvo la notoriedad de Bella y Bestia, no por ello es menos contundente. Esto hace al estilo de Marcela Iacub, ese estilo femenino por excelencia, dispuesto a poner patas para arriba la naturaleza de las cosas. Digo femenino y no feminista, aunque se la tilda de lo segundo, porque está del lado de lo femenino el hecho de ir a contrapelo de lo universal o de lo universalizable, a diferencia de la bandera feminista que bien por el contrario le da consistencia, proponiendo siempre lo estrictamente previsible.
Con Confesiones… lo que se pone en cuestión es lo que suele defenderse en términos de “naturaleza humana”. Después de develar hasta qué punto somos todos unos devoradores porque lo que se esconde detrás de nuestra cocina más civilizada, detrás de nuestros amigables asados argentinos, de las simpáticas salchichas alemanas, de las sofisticadas gallinas pulardas francesas, detrás de las delicadas brochettes japonesas, no es más que la naturaleza devoradora de la pulsión oral (aunque no habla en ningún momento de la pulsión oral, en esos términos); después de demostrar hasta qué punto la carne despierta pasiones irrefrenables lo que explica el tabú del incesto y del canibalismo; después de desarmar el argumento que supone que matar animales y comerlos es una cuestión de supervivencia de la especie más fuerte, fundamentalmente porque desconoce la satisfacción que está allí en juego; después de equiparar la filosofía que defiende la superioridad de la inteligencia como marca de lo humano con la filosofía nazi que supone el derecho de decidir sobre la vida o la muerte de los seres que tendrían una inteligencia inferior; después de hacernos ver que para entender lo que hacemos cuando comemos carne, tendríamos que remontarnos a esa primera comida, a ese primer desvío, a ese acontecimiento que, aunque llamativamente Marcela Iacub no lo hace, los lectores de Freud no podemos no referir al mito de Tótem y Tabú; después de interrogar finalmente ese afán ancestral por demarcar claramente las fronteras entre nuestra especie y las otras; después de todo eso, con Plutarco o a partir de Plutarco, va a cuestionar dichas fronteras. “Si poseen creencias, deseos, si disponen de percepción, de memoria y de un sentido del futuro que incluya al futuro propio, si tienen una vida emocional constituida por placeres y penas, preferencias e intereses por el bienestar, la capacidad de emprender una acción para alcanzar sus deseos y objetivos, ¿dónde estarían esas grandes diferencias entre ellos y nosotros?” (Iacub; 2012: 133) No es un planteo que niegue que existan diferencias, es fundamentalmente un planteo que borra las fronteras en las que nos apoyamos para legitimar, para soslayar, para velar nuestros gustos devoradores y depredadores. Digamos que la cultura ofrece los elementos simbólicos, políticos, ideológicos para, no digamos sublimar porque eso es un poco más refinado, digamos más bien para disfrazar lo que tiene de “indomesticable la pulsión oral” (Laurent; 2012).
Marcela Iacub se enfrenta a esa evidencia, a la evidencia de esa incivilización de la pulsión, a la evidencia de que es una devoradora de carne, evidencia que se le torna posible no sin pasar por lo que ella denomina un evento trágico: “la toma de conciencia de que lo que hemos estado haciendo hasta el momento no es en realidad lo que creíamos(…) la fuerza del evento trágico radica en que revela que ese acto es lo opuesto a lo que parecía ser(…) es lo que te permite ver, ver algo por primera vez. Es por eso que Edipo se arranca los ojos en lugar de castrarse” (Iacub; 2012: 11). Enfrentada a esa evidencia, no se arranca los ojos pero sí, deja de comer carne. Y no sólo eso. Además se identifica a un cerdo: “Ignoro si fue para castigarme por haber comido tanto jamón, pero luego del evento trágico deseé convertirme en un cerdo y lo logré” (Iacub; 2012: 143).
Sólo dos años más tarde, cuando escribe Bella y Bestia, vemos hasta qué punto había que tomarse en serio esta afirmación. Ella se vuelve allí ni más ni menos que la marrana de un cerdo envuelta en una pasión irrefrenable que la dispone a ser devorada, canibalizada. Esa absoluta reducción de la feminidad a un puro objeto de goce la conecta con esa cerda que nombra una zona de ella misma tan desconocida como inquietante. Pero más allá de esto las confesiones de Marcela Iacub nos permiten comprobar de una manera privilegiada hasta qué punto la pulsión oral es imposible de domesticar porque, al final de cuentas, la vegetariana siguió siendo una devoradora de carne, de carne de cerdo más precisamente.
Bibliografía
-Lacan, J. Seminario 20, Aun. Buenos Aires: Paidós. 1981.
-Laurent, E. « El efecto crisis produce una incertidumbre masiva ». Revista Ñ, Clarín, Mayo 2012. Consultado en: http://www.revistaenie.clarin.com, el 07-08-2014.
-Iacub, M. Confesiones de una devoradora de carne. Buenos Aires: Capital Intelectual. 2012.
-Iacub, M. Belle et Bête. París: Stock. 2013.