En el último mundial de fútbol, Brasil 2014, se produjo un hecho que conmocionó a la prensa deportiva y a los medios en general, alcanzando el pequeño incidente, ribetes de política internacional.
El jugador de la selección uruguaya, Luis Suárez, mordió a un contrincante durante un partido contra Italia por los cuartos de final. No era la primera vez que lo hacía. Ya había sido sancionado por la misma actitud en otras dos ocasiones. No se trataba entonces de una actitud aislada sino de una reincidencia, una perseverancia, ¿una iteración?
Fue tan dura y defensivamente sancionado por la FIFA, que lo obligaron a dejar Brasil inmediatamente y no lo dejaron ni siquiera volver a la concentración ni despedirse de sus compañeros. Esto suscitó acaloradas quejas del mismo presidente de Uruguay que incluían referencias a la condición humilde del jugador y del país. ¡Una verdadera inyección de sentido!
El estupor del público obedeció en buena medida al brutal contraste entre el marco prolijo y ordenado del escenario deportivo y la acción salvaje de la mordida. Entre tanto esfuerzo de perfección, tanto ambiente festivo, tanto mensaje contra la discriminación. Belleza y alegría, orden y progreso. El mundial fue un paraíso de cuerpos tallados con hormonas sintéticas que la televisión vendió durante un mes en alta definición hiperrealista. Y en el medio de ese vergel, el mordisco de Suárez… irracional, sorpresivo, violento, antirreglamentario, bestial, perruno, inhumano.
Esta ruptura, este desajuste, esta discordancia profunda no parece tener justificación, ni desde lo deportivo ni desde lo económico y tampoco desde lo psicológico. Sin embargo el vocero de la sociedad británica de psicología, Phill Jhonson declaró que posiblemente esto se haya debido a humillaciones supuestamente sufridas por el futbolista en su infancia. “Morder puede ser característico de un trauma previo provocado por decepciones personales, vergüenza y humillación”. Tal como lo advertía Lacan en “Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista” (1964), los psicólogos, al igual que una serpiente que se muerde la cola, ponen a Freud al servicio de la explotación tecnocrática, a costa de dejar de lado la pulsión.
Lo de Suárez no se explica tan fácil. Se trata de uno de los mejores jugadores del mundo. Un súper profesional sometido a la más estricta disciplina desde que, siendo un niño, fuera descubierto por los cazadores de talento. Llegó a jugar en la primera liga de Inglaterra, ese país que se vanagloria de educar a los salvajes y sus instintos.
Pero la pulsión, indomesticable, muestra en esta anécdota su costado más rebelde al sentido, a la razón y al orden simbólico.
Recordemos el desmontaje de la pulsión que Lacan realiza en el Seminario 11. Allí, emparentándola con la tyche y lo real, analiza uno a uno los elementos descriptos por Freud -el empuje, la fuente, el objeto y el recorrido- para finalmente decir que lo más parecido al montaje de la pulsión es el montaje surrealista. Aquel donde se corta el hilo de sentido.
La mordida de Suárez nos revela de manera descarnada las manifestaciones de la pulsión cuando ya no está asociada al circuito de la palabra que pasa por el gran Otro. La pulsión desanudada del síntoma y que se presenta como un puro agujero. Es una dimensión que sólo se puede experimentar en el cuerpo cuando es experimentado como alteridad total, más allá inclusive de lo que el mismo espejo puede devolver, ese espejo que es la mirada de los otros.
Suárez no se reconoce en su mordida, nadie lo reconoce a él. Ese muchacho tan humilde, tan bueno, tan disciplinado. Suárez tampoco puede decir nada sobre eso: no tenía afán de sacar ventaja (lesionar al adversario, por ejemplo), tampoco tenía hambre ni ganas de comer. No declara lucro ni pasión de amor. Se arrepiente, pide disculpas. Jura que no volverá a hacerlo.
Claro, nadie duda de sus buenas intenciones, sin embargo… sabemos que no depende de él. Es otro el que muerde.