Abstract
El autor trabaja sobre el predominio que tiene para el ser hablante la forma imaginaria del cuerpo. Su debilidad mental consiste en tomar al cuerpo como norma, en el que todo lo que se representa es el reflejo de la imagen de su yo. Desarrolla así las implicancias que esto tiene a nivel social, de la ciencia y su anudamiento a lo político, tomando ejemplos de la historia y puntuando sus manifestaciones actuales.
I. El psicoanálisis partió del descubrimiento de que la conciencia no abarca la totalidad de los hechos psíquicos. Se llamó a eso el inconsciente, aunque ni siquiera el propio Freud estaba plenamente satisfecho con el término. En cualquier caso, constituye un modo de designar el anudamiento del hombre a la palabra, y los efectos que de ello se derivan van mucho más allá de lo que él es capaz de percibir. Por esa razón preferimos hablar de sujeto, puesto que evoca la sujeción a los simbólico que a todos nos afecta. Eso no significa desconocer la base orgánica, el sustrato biológico del sujeto como viviente. Pero en tanto se constituye en el seno de lo simbólico, el ser hablante se separa de su organismo como ente natural, sufriendo una merma de su relación inmediata a lo sensible de lo vivo. El organismo, la vida, sólo retorna al sujeto a través del cuerpo, que es aquello de lo que se goza.
II. Un cuerpo es algo que también posee una forma, y esa forma se nos representa a título de imagen, de reflejo visible. Desde siempre se sospecha que toda imagen tiene algo de engañoso. Póngase por caso a los hebreos, quienes de forma explícita prohibían la adoración de las imágenes. Curiosamente, extendieron la censura hasta la representación del propio nombre de Dios, impronunciable. Privado de imagen y silenciado en su nombre, Dios se reduce a su verdadera esencia: un agujero. Un agujero es algo difícil de soportar (como lo demuestra el fetichista), y lo insoportable del agujero tiene bastante que ver con el antisemitismo. ¿Cómo se puede aceptar a los que veneran un agujero? De todos modos, los hebreos tampoco fueron del todo consecuentes, puesto que escribieron que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, lo que supone atribuirle a la Creación un carácter sorprendentemente narcisista.
III. Sucede que el hombre es débil, y no puede resistir la idea del agujero. Por esa razón dispone de la facultad de forjar imágenes, representaciones. Debemos al psicoanálisis el descubrimiento de que todo lo que el ser hablante se representa es el reflejo de la imagen del cuerpo. En otras palabras, que impone a todos los objetos del mundo la forma de su propio yo. Esto está presente en innumerables ejemplos, desde la concepción oriental de que las castas sociales son emanaciones de las partes del cuerpo de Buda, hasta la publicidad de automóviles. ¿Cómo se vende un coche? Demostrando con imágenes su valor de metáfora fálica, y añadiéndole el cuerpo de una bella mujer en metonimia. Resulta muy sencillo humanizar los objetos inanimados si se sabe manipular este hecho de estructura.
La ciencia pre-moderna se sostiene en el empleo a ultranza de la representación, la imagen del cuerpo. Todo el universo se concibe como un gran organismo al que se le atribuyen las funciones del cuerpo. Piénsese en las constelaciones, y en el júbilo que produce reconocerlas en el firmamento. Hay en ello un goce, el goce de encontrar en el cosmos la forma del cuerpo. Es lo propio de la debilidad mental del hombre: concebir el cuerpo como norma, como emblema.
Para los griegos, la sabiduría estaba representada por el cosmos imaginado como cuerpo perfecto. De allí que la política se diseñase a partir de la medicina, aplicada al cuerpo social. Descartes fue uno de los primeros en aproximarse de verdad al agujero, y así logró despertar una ciencia que pasase “por debajo” de la representación. Propuso vaciar al sujeto de todo lo mental: sensaciones, percepciones, juicios, conocimiento, todo es sospechoso de engaño. Pero queda el “yo pienso”. Freud fue más radical: allí donde yo creo que pienso, hay en verdad, un agujero. Lacan fue incluso más lejos: “Pienso con los pies”, dijo ante un público de americanos incrédulos. De todos modos, el paso cartesiano tuvo sus efectos. Libró a la ciencia del mayor de sus obstáculos: la representación, el sentido, que siempre se deriva de la forma del cuerpo, y le proporcionó un lenguaje que no significa nada. Eso desemboca en el ordenador, al que nos gusta imaginar como si se tratase de un sujeto. Por ese motivo incluso le han agregado la voz.
IV. La medicina siempre ha creído ser una ciencia. En ello radica su debilidad, puesto que se trata de una presunción que en el fondo le ha impedido esclarecer la relación que mantiene con las ciencias en las que se apoya. Por eso padece una crisis de identidad, en tanto ya no puede discernir la función del médico como receptor de una demanda motivada en el sufrimiento, de la función del técnico. La noción menos elaborada de la medicina (¡tiene gracia!) es la salud. Queda demostrado con los medios que se emplean para alcanzar el estado de salud, que pueden ser extremadamente contrarios a ese estado. La salud siempre ha estado asociada a la noción de equilibrio y armonía. Y para proteger la idea de armonía, hay que mantener a toda costa las ideas de medida y de proporción. Lacan señaló hasta qué punto la medicina, con su concepción del organismo como armonía, está infiltrada por una metafísica anticientífica. Frente a la buena forma de la medicina, la ciencia ha escogido la figura de la onda, de la discontinuidad. Atrapada en esta contradicción, la medicina ha ido alienando su saber en el discurso científico-técnico, al tiempo que preserva y perpetúa una noción de la salud que sigue anclada en la fantasmagoría cósmica del hombre.
Los griegos sostuvieron una equivalencia cósmica entre el hombre y la naturaleza que ha dejado una huella mental en la historia de la medicina: el equilibrio y la armonía como un estado natural del cuerpo. Una huella que subsiste hasta nuestro siglo, y que encontramos, por ejemplo, en Cannon, quien presenta su concepto de homeostasis en una obra titulada “La sabiduría del cuerpo”. Se supone un saber en lo real, un saber sobre la armonía. Por extensión imaginaria se puede concebir una sociedad como un cuerpo, diagnosticar sus males, y postular un remedio para restaurar el equilibrio.
V. Toda la inmensa maquinaria ideológica del Tercer Reich se apoyó en tres ejes principales: la ciencia, la medicina y la estética. La medicina está presente desde el inicio, desde el momento en que Hitler introduce la cuestión judía en su Mein Kampf, empleando una metáfora médico-sanitaria. De la misma manera en que Robert Koch ha descubierto el bacilo de la tuberculosis, él, Adolf Hitler, ha descubierto el germen que enferma el cuerpo social de Alemania: el judío.
En 1910 Chesterton publica su manifiesto “What is wrong with the world” (“Lo que falla en el mundo”). Allí denomina “error médico” a la tendencia de los políticos a determinar el estado del mal social en lugar de proponer los remedios contra él. El gran Chesterton no podía imaginar que pocos años después alguien iba a proponer el remedio, y a la vez definir la norma de salud del cuerpo social.
El nacional-socialismo es una recreación invertida de la metáfora que identifica el cuerpo humano al cuerpo social. Mientras que en la antigüedad griega se trataba de aplicar la medicina a la política, el nazismo es el primero en politizar la medicina. La raza aria, la definición política de la raza como encarnación de un ideal político, se refleja en la definición de una norma del cuerpo capaz de superar las formas empíricas del organismo. De allí las expectativas que el régimen depositó en la genética, a la que alentó sin desmayo. La genética abría la posibilidad de subordinar la forma empírica del organismo al cálculo de una normatividad mítica. Uno de los aspectos menos estudiados del nazismo es el que concierne a su discurso imperativo sobre la salud. Se conoció la existencia de los “camiones de la muerte” como método experimental de exterminio masivo, pero se han difundido menos las campañas de los “camiones de la salud”, que recorrían Alemania cargados de instrumental médico. La población era obligada a subir a ellos, con el fin de vigilar su estado de salud y construir un gigantesco fichero clínico destinado a “limpiarla” de elementos deficitarios. Mucho más ignorado todavía es el hecho de que el exterminio como política de purificación racial fue previamente ensayado con la eliminación secreta de los alemanes ingresados en instituciones médicas por insanía y malformaciones congénitas.
La higiene del cuerpo constituyó una verdadera obsesión del régimen nazi, cuya propaganda exaltaba las virtudes de la superación del dolor y de la debilidad. Se favoreció la educación física y la gimnástica, y las movilizaciones de masas organizadas en desfiles y paradas eran concebidas como representaciones de la perfección mítica y estética del cuerpo. Ciencia, medicina y estética se integraban en un proyecto que culminaría con la depuración del propio pueblo alemán.
¿Acaso esta realidad apocalíptica ha desaparecido? El ideal genético de corregir las desigualdades de la vida, aún despojado de toda aparente connotación ideológica, confina con una nueva forma del terror en este siglo: el totalitarismo de la salud como imperativo superyoico. Gabriel García Márquez calificó una vez de “terrorismo médico” a la tendencia creciente a considerar la enfermedad, la debilidad y la muerte, como malditas y execrables, como amenazas al orden político.
En el fondo, se trata de proponer una salud forzosa como intento de borrar esa castración que el psicoanálisis descubre en el corazón del hombre.